Las columnas de Palmira

Constantinopla es la ciudad del pórfido, ese mármol de color púrpura que tanto gustaba a los emperadores. Se conservan buen número de piezas realizadas en ese material, sobre todo estatuas y sarcófagos, como el famoso sarcófago de Constantino; son muchas, también, las antiguas columnas de pórfido que fueron reutilizadas para sostener y adornar las mezquitas de los sultanes, incluso el célebre harén de Topkapi. En los jardines del Museo Arqueológico se encuentran, diseminados en aparente desorden, varios fragmentos de este apreciado material. ¿Quién sabe? Quizá alguno de esos restos proceda de aquella sala llamada 'Porphyrion', recubierta por completo de pórfido, donde las mujeres de la familia imperial bizantina daban a luz a sus vástagos, llamados por ende 'porfirogénetas'. Hoy en día esos fragmentos de piedra sirven de escondrijo y hábitat a los muchos gatos que pueblan el museo y cualquier rincón de la ciudad, antigua o moderna.

La primera vez que fui a Estambul, en 1990, yo no sabía nada de todo esto. Para mí esa gran ciudad quedó en el recuerdo como una amalgama de sensaciones en la que se mezclaba la indescriptible luz de la Mezquita Azul, al atardecer, las abigarradas, casi sofocantes callejuelas del bazar, la travesía en barco hacia el otro lado, el asiático, la grandeza de Santa Sofía, el sabor picante de la comida en aquellos pequeños restaurantes de la ciudad vieja y el té de manzana que te servían los comerciantes, ávidos de venderte una prenda de cuero o cualquier otro artículo para turistas.

Cuando volví a Estambul, en 2015, sabía muchas más cosas, aunque eso no convertía a este segundo viaje una experiencia mejor que la primera. Simplemente, lo hacía diferente. Sabía que se conservaban unos magníficos mosaicos que pertenecieron al antiguo palacio imperial. Sabía que podían aún contemplarse las columnas y obeliscos del ya desaparecido hipódromo. Sabía que había unas enormes cisternas en el subsuelo, y en una de ellas una medusa puesta boca abajo. Sabía, también, que en algún rincón de Santa Sofía había unas imponentes columnas de pórfido. Y que en un lugar de tantos, por donde pasa a cada rato el tranvía, se encuentra la Columna de Constantino, hecha también de pórfido, concida como la 'columna quemada' por su demacrado aspecto.


Nuestra entrada en Santa Sofía fue a primeras horas, cuando los turistas aún no habían invadido el lugar, y eso nos permitía poder contemplar en calma todos los rincones de aquel incomparable espacio. Una vez más, como ocurrió en aquel lejano viaje de juventud, me volví a quedar impresionado por aquel lugar tan peculiar. Esta vez, además, iba en busca de algo, lo cual añadía una nueva disposición de ánimo a la mera curiosidad difusa del turista. No tardé en localizar las imponentes columnas de pórfido, situadas en los ábsides.


Son columnas viejas, desgastadas. En algunos casos están protegidas por unos aros de hierro situados a lo largo del fuste. Pero allí están, en aquel edificio que es el resumen de todo un imperio, con sus mármoles traídos de los más variados rincones de su vasto territorio para mayor grandeza de los emperadores. Fue Justiniano quien dio forma definitiva a este templo, que luego se convirtió en mezquita cuando cayó en manos otomanas y que, según dicen, corre peligro de volver a serlo.

Las columnas de pórfido, efectivamente, son muy antiguas, mucho más antiguas que la propia iglesia de Justiniano. Alaric Watson, en su extensa biografía sobre el emperador Aureliano, nos cuenta brevemente el periplo de esas columnas, citando fuentes bizantinas. Una historia poco conocida, que, creo, vale la pena recordar.
El año 272, tras una larga y cruenta guerra, el emperador Aureliano derrotó al ejército de Zenobia de Palmira, dando fin al denominado Imperio Palmirense, que lleva años desafiando la supremacía de Roma en Oriente. Zenobia fue conducida a Roma junto a su hijo Vabalato, donde fueron expuestos al escarnio público en la celebración del triunfo. Aureliano decidió no castigar a la ciudad de Palmira, que tuvo así una nueva oportunidad de perdurar en el tiempo. Sin embargo, los palmirenses se rebelaron al año siguiente contra Roma, pero esta vez Aureliano no fue tan magnánimo. Una vez sofocada la insurrección, decidió destruir la ciudad, que fue definitivamente abandonada. Así quedó Palmira para siempre: como ese conjunto de ruinas que tanto admiramos y que hace poco sufrió una nueva agresión a manos de los radicales islámicos.
Las tropas de Aureliano se dedicaron a saquear la ciudad antes de destruirla, como era práctica común en la antigüedad. De ese saqueo no se libró ningún edificio, incluidos los templos. Según cuentan algunas, pocas, crónicas antiguas, Aureliano se llevó a Roma unas imponentes columnas de pórfido para utilizarlas en su nuevo proyecto: un templo dedicado al dios Sol, una divinidad de origen sirio de la que era devoto. Según narran las fuentes antiguas, el Templo del Sol estaba situado en el Campo de Marte, y poseía todo tipo de riquezas y ornamentos, además de esas majestuosas columnas procedentes de Palmira. Una enorme estatua de plata del propio Aureliano presidía el lugar; unos exóticos colmillos de elefante adornaban una de las naves del sacro edificio.

Por entonces Roma era aún una ciudad pagana, y las autoridades del imperio protegían los lugares de culto dedicados a un elenco cada vez más variado de dioses. Pero iba a ser otro dios venido de Oriente, el de los cristianos, el que acabaría imperando por encima de todos ellos, hasta desplazarlos. A mediados del siglo V la ciudad de Roma cayó en manos de Odoacro, en una acción que puso fin a más de mil años de civilización antigua romana. El siglo siguiente, en uno de esos extraños giros de la historia, las tropas de otro emperador romano, esta vez de Oriente, conquistaban de nuevo la ciudad. Resulta difícil imaginar en qué estado se encontraba la antigua capital del Imperio cuando las tropas de Justiniano cruzaron sus puertas. Las guerras entre bizantinos y ostrogodos en tierras italianas habían acentuado aún más el largo proceso de decadencia que había empezado con la caída del Imperio. Los antiguos templos eran saqueados, para sacar provecho de sus riquezas. En su lugar empezaban a aparecer los primeros lugares de culto cristianos, como la basílica de San Juan de Letrán. El templo del Sol, construido por Aureliano, fue destruido por completo. Sus columnas fueron transportadas a Constantinopla, la ciudad más floreciente de aquellos tiempos, capital de Justiniano y de una larga lista de emperadores que continuaron, a su manera, el legado de Roma. Justiniano utilizó esas columnas para dar más brillo a su obra magna, por la que aún es recordado: la remodelación y engrandecimiento de Santa Sofía.

Así es la historia de estas columnas de pórfido. De Palmira a Constantinopla, pasando por Roma, en un viaje de miles y miles de quilómetros a lo largo de muchos siglos. Allí están aún, en pie, dando la bienvenida a los innumerables y curiosos turistas: las columnas de Palmira, de Aureliano, del dios Sol, de Justiniano. De todos.